domingo, 4 de diciembre de 2011

Armas a la espera

[Volcado a las 19:02 del 04/12/2011. Vuelto a volcar ahora para mantener la línea cronológica respecto a los tres anteriores]

Bajó las escaleras que daban al patio de entrada del edificio, con el sombrero calado en la frente y la gabardina gris ocultando su cuerpo cuadrado y grande. Detrás quedaba el pórtico y una penumbra que no dejaba adivinar los pasillos que recorrían el interior del palacio, ocupados, a esa hora, por secretarias que entraban y salían de cualquiera de las múltiples estancias convertidas en despachos, de milicianos sentados en los escaños que había apoyados en las paredes, con un cigarrillo en la boca, la escopeta entre los brazos y el cañón apuntando hacia cualquier lado, amenazante para cualquiera que no fuera su dueño; o, también, para ellos, jóvenes con el pelo brillante, como todos, cualquiera que fuera el sitio donde se encontraran, y no tan jóvenes, de barba cerrada, esperando a que alguien les llamara para subir a un camión. Hombres, que, apenas unas semanas antes, empuñaban objetos de hierro y madera, capaces de clavar puntas, enroscar tuercas, atornillar piezas y que, también, manejados de la forma adecuada, podrían penetrar en la carne de un semejante y avanzar entre los huesos y los tejidos y detenerse, a lo peor, en algún órgano vital, como el hígado o un pulmón. Pero esas armas con las que convivían desde hacía tantos días solo servían para esto último y, en todo caso, a nadie le gustaba la idea de utilizarlas como un martillo, una llave o un destornillador, pues su cometido era más elevado: defender, precisamente, a aquellos que seguían empuñando las herramientas, los trabajadores cuyas manos sucias y callosas habían servido para, a través de los siglos, construir las moradas de los que nunca habían pensado en ellos. Sin embargo, en ese instante, en la espera, entre los rayos de luz que se colaban por los cristales de las ventanas, aun con las cortinas corridas, la luz de ese nuevo tiempo en el que todos pensarían en todos, los jóvenes y los viejos se entretenían pensando en lo acogedor que sería, no una casa, sino el seno cuya forma se adivinaba detrás de un cartapacio lleno de papeles; el trasero que se alejaba entre claros y sombras, sin remedio, y que luego, con un poco de suerte, volvía para iluminar el corredor lleno de humo. Las nuevas armas que empuñaban servían, en ese instante, para levantar la falda de alguna de las secretarias que iban y venían y descubrir el dibujo que hacía el encaje de unas bragas que, de tan prietas, con ese color que se hacía indistinguible, hacían más fácil imaginar la carne oculta, no penetrada; por ninguno de esos proyectiles que permanecían seguros, a la espera de salir de los cañones de esas nuevas herramientas que daban miedo.

Colores

[Enviado el 19/11/2011 a las 18:06 a Marta]

16: 30

Imaginaba a la mujer en blanco y negro, la misma que había visto en el cine un día antes de partir con su batallón. Debajo de los ojos, tapados por unas pestañas negras y largas, veía los pómulos marcados, fríos. Y esa imagen, que se le había quedado grabada hacía ya tanto tiempo, se desvanecía con el castañeteo de sus dientes y se transformaba en otra, en color, tal y como había contemplado la vida durante sus treinta y tres años: el verde oscuro de las agujas de los pinos, el marrón de las cortezas; el blanco de la nieve y del hielo que cubría sus pómulos, antes sonrosados y ahora gélidos. Y, sin embargo, esos colores que llegaban a sus ojos parecían los de la escena de una de esas películas en blanco y negro que acostumbraba a ver en la ciudad una vez a la semana, antes de que comenzara el sinsentido. Pues la luz era tan blanca que, en lugar de iluminar, apagaba, y todo lo que le rodeaba aparecía como velado por una cortina invisible y traslúcida. Y eso le hizo pensar en la ventana de una habitación, en su cama. Y cerró los ojos para dejar de mirar, de escuchar, imaginar...

Durmió. Solo un segundo. Y, entonces, oyó y abrió los ojos. Vio una mancha roja, la cortina retirada, más allá de la ventana. Junto a su cara. En la tierra blanca. Y esos mismos ojos se cerraron para continuar el sueño.

18:06

Perro, japonés y tren

[Enviado el 17/11/2011 a las 18:17 a Helena]

17:20

Se me acercó al trote, ligero. Era blanco - roto con huevo, que diría mi madre - y de pelo corto, con las orejas caídas y la mirada entornada. Largo, como su cola, que bamboleaba hacia arriba y ambos lados. Se paró frente a mí y se sentó, observándome. Yo no tenía ganas de detenerme, llevaba casi cuatro horas de caminata y la mochila empezaba a pesarme. Pero no quise eludir la conversación de miradas, él y yo girando nuestros cuellos, interrogándonos por nuestras intenciones. Yo le dije que buscaba un apeadero para coger un tren hasta el pueblo pesquero que esa mañana había elegido en el mapa. Y él... En fin, él, supongo que solo se entretenía viendo a un extraño... Nunca he sido bueno adivinando el pensamiento de los perros. Ni de las personas.

Cuando volví a mirar al frente, me sobresalté al encontrar otra mirada - porque, en efecto, di un salto más que un paso. Debajo del quicio de la puerta de la cabaña había un hombre: un viejo con los ojos fijos y el cuerpo quieto. Sus cejas, sus brazos, sus piernas, inmóviles. Incluso su cuello. De pronto, pensé en una película de artes marciales y en el anciano avanzando hacia mí con sus brazos adelantados, dispuesto a soltarme un golpe. Pero, a la vez que lo pensaba, mis pies se dirigían inevitablemente hacia la casa y mis manos buscaban en el bolsillo la libreta y el lápiz.

El hombre no cambió su figura hasta que no le mostré el dibujo de un tren, con su columna de humo y todo a pesar de que ya no estábamos a principios del siglo pasado. Lo miró con sus ojos entornados - el amo se parecía al perro - y sus labios parecieron moverse. Tanto, que, al final, de su boca acabó saliendo una palabra corta, como un chasquido, acompañada de un gesto con el brazo y un dedo que me señalaba el camino que seguía hacia el este, entre campos de cultivo. Sonreí y le di las gracias inclinando mi cuerpo hacia delante. Él sonrió, haciendo el mismo gesto y yo acabé por responder con otro, agitando la mano a modo de despedida. Siempre me ha gustado ser educado.

Continué la marcha, contento, mirando los árboles, silbando por dentro. Me había levantado a las siete e iniciado el camino una hora después. Así que, por cálculo, me dije que la posición que ocupaba el sol entonces debía de ser la más alta en esta época del año. Ese pensamiento me entretuvo durante un rato, pues al paisaje horizontal añadí el vertical, observando a cada rato el lugar de donde venían los rayos solares. Sin embargo, el pasatiempo duró hasta una hora después, cuando, de repente, mi cabeza se apagó y una pregunta apareció en mi cara: ¿cómo demonios se dibujaría "cuánto tiempo falta" en japonés?

18:12

Zapatos

[Enviado el 15/11/2011 a las 21:54 a Helena]

Los zapatos le apretaban los pies. Se incorporó y sintió el dedo gordo del pie derecho intentando perforar la tela que recubría el interior. Probó a sentarse, respiró y aquel apéndice volvía a ser una parte más de su cuerpo, casi anónima, que no demandaba mayor atención. Solo algunos días de invierno, cuando el frío aprovechaba para penetrar la piel desde abajo y debía cubrirse con un calcetín bien gordo; o algunos otros, en verano, cuando la sandalia dejaba al descubierto la uña que debía ser recortada cada poco tiempo, más por una cuestión estética que por la suciedad que pudiera acumularse en ella.

Esa sensación de tener un pie que intentaba avanzar más rápido que el zapato era, a pesar de todo, algo esperado. Nada extraño. No importaba la forma redondeada de la puntera, que le hacía parecer un pie de pato, y que sugería un espacio suficiente para que los dedos siguieran el compás de la suela. Ni la chica sonriente que se le acercó la tarde anterior en la zapatería del centro comercial cuando retiró de la balda el zapato derecho que tenían de muestra, buscando en el empeine el número que calzaba. Esa noche durmió pensando en el camino que haría a la mañana siguiente, el de todos los días, desde casa hasta la parada del autobús, desde la otra parada hasta el colegio donde le esperaban sus alumnos. Pensaba que llegaría más rápido, más ligero, más contento. Soñó eso mismo que pensaba. Y en el sueño no perdía el autobús.

Pero prefirió quedarse sentado.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Dar la espalda

Cuando llega la noche
el sueño es quien te llama
y dice que te acuestes
en esa misma cama.

Y son todas las noches
cubierta por mi calma
que dejas que te mire
tu cuerpo dar la espalda.
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2011/11/09 08:29 (Papel), 13:39 (Pantalla)

Pelea

Por pasar del negro al blanco,
por la lluvia y el cielo gris,
por el aire limpio y fresco,
por el sol que quiere salir.

No pensar en blanco y negro,
no olvidar aquellos días,
recordar si fueron malos,
repetir los que querías.
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2011/11/08 01:21 (Pantalla)

Cartas concluidas

Cartas que están concluidas,
que resumen el tiempo,
con palabras oídas,
los temores que siento.

Cartas que están guardadas
esperando el momento
en un cajón, cerradas,
de soltar un lamento.

No quiero cartas tristes
arrastradas por vientos
que alcancen a decirte
que ya no estoy contento.

Quiero una frase corta
leída en tu mirada
que llegue hasta tu boca
el sonido que habla.
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2011/11/04 12:05 (papel), 14:02 (pantalla)

Cristal objetivo

Miras al otro lado
del cristal objetivo
que guarda cada cuadro
de lo que has vivido
con esos ojos negros
fijos en una imagen
que recuerda en el tiempo
todo lo que compartes.
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2011/11/04 09:04 (pantalla)

Espuma de barro

Una espuma de barro
se extiende sobre mi piel
cada vez que tus labios
sonríen como esa vez
que el mar trajo una ola
para cubrir tu pelo
y elevaste la boca
para encontrar un beso.
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2011/11/04 08:15 (pantalla)