[Volcado a las 19:02 del 04/12/2011. Vuelto a volcar ahora para mantener la línea cronológica respecto a los tres anteriores]
Bajó las escaleras que daban al patio de entrada del edificio, con el sombrero calado en la frente y la gabardina gris ocultando su cuerpo cuadrado y grande. Detrás quedaba el pórtico y una penumbra que no dejaba adivinar los pasillos que recorrían el interior del palacio, ocupados, a esa hora, por secretarias que entraban y salían de cualquiera de las múltiples estancias convertidas en despachos, de milicianos sentados en los escaños que había apoyados en las paredes, con un cigarrillo en la boca, la escopeta entre los brazos y el cañón apuntando hacia cualquier lado, amenazante para cualquiera que no fuera su dueño; o, también, para ellos, jóvenes con el pelo brillante, como todos, cualquiera que fuera el sitio donde se encontraran, y no tan jóvenes, de barba cerrada, esperando a que alguien les llamara para subir a un camión. Hombres, que, apenas unas semanas antes, empuñaban objetos de hierro y madera, capaces de clavar puntas, enroscar tuercas, atornillar piezas y que, también, manejados de la forma adecuada, podrían penetrar en la carne de un semejante y avanzar entre los huesos y los tejidos y detenerse, a lo peor, en algún órgano vital, como el hígado o un pulmón. Pero esas armas con las que convivían desde hacía tantos días solo servían para esto último y, en todo caso, a nadie le gustaba la idea de utilizarlas como un martillo, una llave o un destornillador, pues su cometido era más elevado: defender, precisamente, a aquellos que seguían empuñando las herramientas, los trabajadores cuyas manos sucias y callosas habían servido para, a través de los siglos, construir las moradas de los que nunca habían pensado en ellos. Sin embargo, en ese instante, en la espera, entre los rayos de luz que se colaban por los cristales de las ventanas, aun con las cortinas corridas, la luz de ese nuevo tiempo en el que todos pensarían en todos, los jóvenes y los viejos se entretenían pensando en lo acogedor que sería, no una casa, sino el seno cuya forma se adivinaba detrás de un cartapacio lleno de papeles; el trasero que se alejaba entre claros y sombras, sin remedio, y que luego, con un poco de suerte, volvía para iluminar el corredor lleno de humo. Las nuevas armas que empuñaban servían, en ese instante, para levantar la falda de alguna de las secretarias que iban y venían y descubrir el dibujo que hacía el encaje de unas bragas que, de tan prietas, con ese color que se hacía indistinguible, hacían más fácil imaginar la carne oculta, no penetrada; por ninguno de esos proyectiles que permanecían seguros, a la espera de salir de los cañones de esas nuevas herramientas que daban miedo.
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