[Enviado el 19/11/2011 a las 18:06 a Marta]
16: 30
Imaginaba a la mujer en blanco y negro, la misma que había visto en el cine un día antes de partir con su batallón. Debajo de los ojos, tapados por unas pestañas negras y largas, veía los pómulos marcados, fríos. Y esa imagen, que se le había quedado grabada hacía ya tanto tiempo, se desvanecía con el castañeteo de sus dientes y se transformaba en otra, en color, tal y como había contemplado la vida durante sus treinta y tres años: el verde oscuro de las agujas de los pinos, el marrón de las cortezas; el blanco de la nieve y del hielo que cubría sus pómulos, antes sonrosados y ahora gélidos. Y, sin embargo, esos colores que llegaban a sus ojos parecían los de la escena de una de esas películas en blanco y negro que acostumbraba a ver en la ciudad una vez a la semana, antes de que comenzara el sinsentido. Pues la luz era tan blanca que, en lugar de iluminar, apagaba, y todo lo que le rodeaba aparecía como velado por una cortina invisible y traslúcida. Y eso le hizo pensar en la ventana de una habitación, en su cama. Y cerró los ojos para dejar de mirar, de escuchar, imaginar...
Durmió. Solo un segundo. Y, entonces, oyó y abrió los ojos. Vio una mancha roja, la cortina retirada, más allá de la ventana. Junto a su cara. En la tierra blanca. Y esos mismos ojos se cerraron para continuar el sueño.
18:06
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