[Enviado el 15/11/2011 a las 21:54 a Helena]
Los zapatos le apretaban los pies. Se incorporó y sintió el dedo gordo del pie derecho intentando perforar la tela que recubría el interior. Probó a sentarse, respiró y aquel apéndice volvía a ser una parte más de su cuerpo, casi anónima, que no demandaba mayor atención. Solo algunos días de invierno, cuando el frío aprovechaba para penetrar la piel desde abajo y debía cubrirse con un calcetín bien gordo; o algunos otros, en verano, cuando la sandalia dejaba al descubierto la uña que debía ser recortada cada poco tiempo, más por una cuestión estética que por la suciedad que pudiera acumularse en ella.
Esa sensación de tener un pie que intentaba avanzar más rápido que el zapato era, a pesar de todo, algo esperado. Nada extraño. No importaba la forma redondeada de la puntera, que le hacía parecer un pie de pato, y que sugería un espacio suficiente para que los dedos siguieran el compás de la suela. Ni la chica sonriente que se le acercó la tarde anterior en la zapatería del centro comercial cuando retiró de la balda el zapato derecho que tenían de muestra, buscando en el empeine el número que calzaba. Esa noche durmió pensando en el camino que haría a la mañana siguiente, el de todos los días, desde casa hasta la parada del autobús, desde la otra parada hasta el colegio donde le esperaban sus alumnos. Pensaba que llegaría más rápido, más ligero, más contento. Soñó eso mismo que pensaba. Y en el sueño no perdía el autobús.
Pero prefirió quedarse sentado.
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